viernes, 26 de diciembre de 2008

El camino de los sueños


Hacia el sur de la avenida Caseros, el barrio de Parque Patricios no es muy diferente de otras zonas fabriles de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano. La crisis de los ’90 obligó a muchas de las fábricas características del barrio a bajar sus persianas. Los edificios que ocupaban quedaron vacíos o se convirtieron en depósitos. La poca gente que vive en la zona se acomoda en algunas casas bajas ubicadas entre los galpones.
Las casi dos manzanas delimitadas por las calles Cortejarena, Iguazú, Monteagudo y Famatina pertenecieron a una fábrica de pintura. Pero anteriormente también allí se faenó ganado vacuno, se apilaron contenedores repletos de productos importados, e incluso se quemó basura que llegaba de todos los puntos de la ciudad de Buenos Aires en carros tirados por caballos.
Sin embargo, dos años y medio atrás la zona empezó a cambiar. Las transformaciones empezaron a partir de la sanción de la ley 341, que en febrero de 2000 permitió que la Comisión Municipal de la Vivienda (rebautizada actualmente Instituto de Vivienda de la Ciudad) otorgase créditos para construir sus casas a familias necesitadas, tanto individualmente como agrupadas en cooperativas.1
El plan se denominó de autogestión de vivienda terminó de reglamentarse recién en 2003. Su nombre es casi ficticio ya que, por tratarse de la gestión de recursos estatales con el control y la supervisión de un organismo gubernamental, y no de fondos genuinos de las mismas organizaciones sociales, quizás sería más ajustado hablar de “cogestión”. Casi inmediatamente el MTL, una de las organizaciones que impulsó la ley y participó de su reglamentación, decidió canalizar sus demandas mediante ese programa del Gobierno porteño. Decididos a cambiar planes sociales por créditos productivos armaron una cooperativa y solicitaron ayuda para construir 326 viviendas en el barrio.
Los nuevos hogares que están siendo entregados a familias integrantes del movimiento son departamentos de uno, dos y tres ambientes. Forman un complejo de once torres de no más de tres pisos y que ocupan un terreno de 18 mil metros cuadrados que perteneció a Bunge y Born. Sólo la compra del terreno significó para los desocupados una pequeña victoria sobre uno de los principales grupos económicos de la Argentina. Incluso cuentan que el día de la compra los representantes de Bunge y Born prefirieron no reunirse con los dirigentes piqueteros y la firma del boleto se hizo por separado.
La obra costó en total 13.6 millones de pesos. Trabajaron en ella unas 370 personas que pertenecen a la agrupación piquetera y estaban desocupadas. Todas cobraron sueldos en blanco que arrancaban en 700 pesos y tuvieron obra social y ART. Como toda una declaración política, y para transformar las prebendas en emprendimientos productivos, el primer requisito para ingresar a la obra era renunciar al Plan Jefes de Hogar otorgado por el Gobierno Nacional.
La nueva cooperativa ni siquiera intentó disimular su pertenencia al Movimiento Territorial Liberación, un grupo piquetero relacionado con el Partido Comunista, que cuenta con unos 20 mil integrantes en todo el país. Por eso se autonombró “cooperativa Emetele”. “Nos llevó bastante tiempo presentar papeles y tasaciones varias, pero a fines de 2003 logramos un adelanto del crédito de 1.4 millones de pesos para comprar el terreno”, recuerda Carlos Chile, el principal referente de la agrupación, que hoy después de varios reagrupamientos y fracturas ocupa la secretaría de interior en la CTA Capital, Central de Trabajadores Argentinos y otros distintos cargos de las filiales de la gremial en toda la Argentina. El hombre moreno, de barba crecida, habla frente a los restos de su almuerzo, un plato repleto de cáscaras de mandarina. Aunque su verdadero apellido es “Huerta”, logró que la justicia electoral lo dejase cambiarlo por el del país donde estuvo exiliado algunos años y del que volvió tan entusiasmado que sus compañeros de militancia comenzaron a llamarlo “Chile”. Sus contactos con la nación trasandina parecen ir mucho más allá, ya que en 2006 el diario La Tercera de Santiago, lo mencionó como uno de los líderes piqueteros argentinos
que asesoraron a pobladores de Peñalolén, quienes luego tomaron tierras en la región.
De este lado de los Andes, Chile es capaz de cortar la avenida Paseo Colón para exigir al Ministerio de Trabajo que quienes cobran los planes sociales perciban también aguinaldo, como de poner sus conocimientos de mecánica al servicio de los efectivos de la comisaría 22, que se acercó a custodiar la demolición de la pared perimetral del complejo. “Y, si les puedo dar una mano, se las doy”, justifica Chile con la cabeza metida dentro del capot del patrullero, que se niega a arrancar. Una escena que sus compañeros no están habituados a ver, a juzgar por la hilaridad con que se asoman por cada una de las ventanas del complejo para no perderse detalles del intercambio de su líder con los representantes de la ley.
Chile sabe que una de las principales cartas de triunfo para lograr el crédito, además de su capacidad de movilización de la agrupación, fue el proyecto presentado, que llevaba la firma del estudio de arquitectos Pfeifer y Zurdo, con vasta experiencia en rubros más comerciales como la reconstrucción del Tren de la Costa y la remodelación de los shoppings Alto Palermo, Abasto de Buenos Aires y Patio Bullrich. La conjunción de una firma reconocida en el mundo del diseño urbano y un grupo de desocupados buscando su propio lugar en la ciudad no se dio por azar. Los unió el Instituto de Estudios del Hábitat Social (Idehas), un grupo de trabajo que funciona dentro de la Fundación Cenit, una organización del tercer sector liderada por Carlos Bruno, un ex embajador y Secretario de Relaciones Económicas Internacionales del Gobierno argentino que genera proyectos para la transformación económica y social de la Argentina. Pero en Monteagudo cuentan otra historia que tiene que ver con la época más oscura de la Argentina. Algunos de los socios del estudio vivieron exiliados en Europa durante la dictadura militar de los años setenta y allí tuvieron contacto con diversas experiencias en materia de vivienda social, que retomaron en el proyecto del MTL.
La participación del estudio, que tiene oficinas en un piso alto de Puerto Madero, en la obra de Patricios genera situaciones cuanto menos extrañas. “Son mundos muy distintos. Lo último que había hecho fue la construcción de dos hipermercados Coto en Temperley y José C. Paz. Y ahora estoy acá. Uno está acostumbrado a que se elabora el proyecto y después hay una empresa privada que lo realiza, y trata de poner materiales de calidad inferior para abaratar los costos. Acá viene el capataz y me trae los presupuestos para que yo elija lo mejor. Ellos saben que a lo mejor les toca vivir en alguno de los departamentos, por eso se preocupan porque queden bien”, se asombra Mauricio Arriola, el arquitecto del estudio Pfeifer al que le tocó en suerte convivir con los piqueteros durante el tiempo que duró la obra. Para Carmen la justificación sólo puede darse con términos marxistas: “Nosotros no generamos plusvalía como lo hacen los constructores privados. Basta con pagar los sueldos, y el resto va para conseguir los mejores materiales: sanitarios Ferrum, cocinas Longvie, cerámicos de primera calidad”, explica, sin poder sustraerse a la seducción de las marcas.
Después de hablar con los militantes del MTL los arquitectos idearon un complejo de edificios de tres pisos, con departamentos de uno a tres ambientes. “Quisimos viviendas a escala humana. Con un ambiente grande donde la familia pueda reunirse a comer y charlar. Y espacios para actividades comunitarias”, resume Chile, quien precisa que el barrio tendrá una guardería, diez locales comerciales y un salón de usos múltiples. En conjunto los militantes y los profesionales del tablero decidieron alejarse de los complejos que responden a modas arquitectónicas y no a necesidades reales de la gente. En palabras de Marrequieren enorme mantenimiento y como nadie lo hace se transforman en lugares de hacinamiento y marginalidad, se transforman en lugares donde los palieres no tienen luz, los ascensores no funcionan, etc. Un tipo que vive en Lugano tiene que subir 16 pisos, dos por escalera. Y por supuesto no va a bajar los 16 pisos para bajar la basura. La tira por la ventana. Necesitamos edificios bajos, con pocas unidades y más de un patio, para que la gente que vive en torno de ellos se sienta comprometida a cuidarlos, a ponerles macetas con flores y a disfrutarlos”.
Con el proyecto diseñado y el crédito acordado, pero ningún dinero en los bolsillos, en diciembre de 2003 unos 30 integrantes del MTL equipados con un cortafierro y un martillo abrieron el portón e ingresaron al predio de la calle Monteagudo. Lo primero que hicieron fue desmantelar unos tinglados de chapa que formaban parte de la vieja fábrica de pinturas. Con el producto de la venta del metal compraron más herramientas que actualmente guardan en un galpón alquilado de la calle Cortejarena. Durante la construcción de las torres que llevó unos 36 meses trabajaron en ellas 370 personas, muchas de ellas mujeres, equipadas con su ropa de trabajo y sus cascos de distintos colores: azules para los capataces, rojos para los oficiales y amarillos para los peones. Las chicas los llevan impecables. Los varones, prefieren pegarles calcomanías del MTL o su cuadro favorito, Boca Junior en su abrumadora mayoría.

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